Julio 23, 2009
Te sacaste el auricular y empezaste a hablar. Gritabas una conversación que, a tu parecer, todos debían oir. Ya no importa por que página de mi libro voy, o por que estación del tren estamos, o siquiera que es lo que el vendedor ambulante vende. No, ya no importa, debemos escucharte. Es necesario que nos comuniques tu mensaje. Quien está del otro lado de la línea es irrelevante, sólo te concentrás en hacernos cómplices, murmurando palabras que te enseñaron a usar pero que jamás elegiste. Y eso te hace sentirte bien. Lo llevas a cabo a la perfección. Tu habilidad para generar tales enunciados es envidiable, tu seguridad se hace notoria. Y lo lográs, tenés nuestra atención: miramos tus gestos, observamos tu figura. Hablás más fuerte, pasás tu teléfono de una mano a la otra, te acomodás en tu asiento, y vuelta a empezar. Tu ciclo vicioso, tu inútil intento, tu vida fallida. No reparás en lo que sucede, tampoco te importa, sólo querías mostrarte y sentirte orgulloso de eso. Ya es tarde, el tren se detiene, tu teléfono se cierra, click!, es de los de tapita… se abren las puertas y yo ya estoy fuera.
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